Por Rodrigo Bustos Pacheco. Abogado. Director Carrera Derecho UST Temuco
La noticia de estos días es una bofetada a la cara de cada chileno honesto: 25 mil funcionarios públicos chilenos sorprendidos, con la mano en el bolsillo del Estado y la otra en el pasaporte, usando licencias médicas para viajar al extranjero. No es una estadística, no es un número frío. Es un grito ahogado de rabia, la confirmación de una profunda patología que socava, día tras día, la confianza pública y la probidad administrativa en Chile. Este escándalo, con implicancias penales y morales, nos exige un análisis que vaya más allá de la superficie, que se adentre en las entrañas de nuestras fallas como sociedad.
Desde el enfoque jurídico, la utilización fraudulenta de licencias médicas para justificar ausencias laborales mientras se realizan actividades personales no solo representa un acto inmoral, sino también un potencial delito, al acercarse a la falsificación de documentos públicos o privados con efectos públicos. El Código Penal chileno castiga esta conducta por su capacidad de perjudicar tanto al sistema de salud como a las instituciones públicas. Además, cuando mediante estas licencias se obtienen sueldos o subsidios de forma indebida, se incurre en fraude al fisco, lo que evidencia un aprovechamiento ilegítimo de fondos públicos.
La existencia de más de 25 mil casos revela que no se trata de hechos aislados, sino de una práctica generalizada que deja al descubierto una preocupante normalización del engaño y una falta de respeto por la legalidad y el bien común. Esta conducta vulnera la probidad, un principio constitucional que exige un desempeño honesto y leal del cargo público en favor del interés general, regulado por leyes como la LOCBGAE y la Ley de Probidad. Para prevenir faltas a este principio, existen mecanismos como la declaración de patrimonio e intereses, y órganos como la Contraloría tienen la responsabilidad de garantizar su cumplimiento.
Sin embargo, este escándalo pone en duda la eficacia de estos controles y la cultura institucional que debería sustentarlos. La probidad no solo previene la corrupción, también sostiene la confianza ciudadana y la legitimidad de las instituciones, siendo clave para una sociedad justa y cohesionada. Por eso, cada licencia fraudulenta representa un quiebre ético que debilita el edificio democrático, genera desafección y alimenta el cinismo social. Lejos de ser un simple desliz, este fenómeno refleja fallas profundas en el comportamiento social y en la educación cívica, donde parece haberse normalizado la búsqueda del beneficio individual a cualquier costo.
La responsabilidad también recae sobre los órganos de fiscalización como Fonasa, Isapres, Compin y la Contraloría, cuyos controles resultaron claramente insuficientes. La ausencia de sistemas rigurosos de verificación y la tardanza en detectar estas prácticas indican una falla estructural que facilita el fraude y transmite una peligrosa señal de impunidad.
Esta crisis interpela además la base moral de la sociedad: ¿por qué se necesita ser controlado para actuar bien? Esta dependencia de la “ética del mínimo” —cumplir solo lo necesario para evitar la sanción— debilita los valores fundamentales del servicio público. Una sociedad no puede sostenerse únicamente con mecanismos coercitivos, sino que requiere de ciudadanos con autonomía moral, capaces de actuar correctamente por convicción y responsabilidad cívica. Así, más allá del castigo legal, se impone una reflexión colectiva sobre cómo formar a las futuras generaciones y promover una cultura institucional que valore la ética, sancione la corrupción y fortalezca el respeto por lo público. La herida provocada por este caso no sanará con sanciones individuales, sino con una profunda autocrítica que permita reconstruir la confianza social, reafirmar la probidad como un deber ineludible y recuperar el orgullo de pertenecer a una comunidad que valora la honestidad como piedra angular del desarrollo democrático.